*Publicado en enero del 2008.
Había
llegado el día esperado de nuestra visita a Bond Street. Era el ‘día de
tatuarse’. Mi hermana, Gabriela, y yo habíamos acordado que ese sábado
sería cuando un pequeño escorpión se vuelva parte de su cuello y un fénix del
tamaño de mi puño se funda con mi espalda.
Es
difícil decir que una experiencia obligatoria de un hombre o una mujer joven
viviendo o visitando Buenos Aires sea tatuarse. Pero, posiblemente, Capital
Federal tenga los mejores locales de tatuajes en relación calidad precio en
Sudamérica. Aparte, muchas personalidades de la farándula y del deporte
argentino frecuentan esos locales, lo que le da cierto glamour al acto.
Curiosamente, estuve muy cerca de arrepentirme. La primera vez fuimos
muy 'a la buena de Dios' y me encontré con varios detalles que me iban desanimando
sobre la decisión tomada. Nos acompañaba un grupo de gente, amigos de mi
hermana, a una ceremonia que para mí era un acto de alquimia, no podía ser
compartido con tanta gente. Era algo, casi íntimo.
Más contratiempos: Llegamos muy tarde. No podían atender sino a uno de los dos. Mi tatuaje tomaría un poco más de una hora, se requería cita previa. Ni siquiera tenía suficiente dinero en pesos argentinos en el bolsillo para pagar el valor del tatuaje…. Todas estas circunstancias me iban desanimando.
Siempre he creído en señales. La vida nos da señales que nos guían por el camino que debemos tomar, eso creo. ¿No había suficientes señales ahí que me decían NO TE TATUES? Lo tenía tan pensado, tan planificado, y lo había deseado tanto que la simple idea de la vida diciéndome ‘no lo hagas’, me entristecía.
Más contratiempos: Llegamos muy tarde. No podían atender sino a uno de los dos. Mi tatuaje tomaría un poco más de una hora, se requería cita previa. Ni siquiera tenía suficiente dinero en pesos argentinos en el bolsillo para pagar el valor del tatuaje…. Todas estas circunstancias me iban desanimando.
Siempre he creído en señales. La vida nos da señales que nos guían por el camino que debemos tomar, eso creo. ¿No había suficientes señales ahí que me decían NO TE TATUES? Lo tenía tan pensado, tan planificado, y lo había deseado tanto que la simple idea de la vida diciéndome ‘no lo hagas’, me entristecía.
Esto también me trajo memorias de algunas veces cuando la vida me ha dicho ‘no por ese camino’, ‘ella no te conviene’, ‘te vas a hacer daño’, o inclusive ‘Te va a doler’ [1]. También pensé que la mayoría de veces he ignorado esas señales de forma descarada y he sufrido alguna desagradable consecuencia. ¿El tatuarme o no era otra de esas decisiones? Pensé que no, esta decisión me incumbía únicamente a mí, mi cuerpo y mi alma se iban a enfrentar, se iban a encontrar en un punto que ambos conocen bien: el dolor.
No le tengo miedo al dolor. No significa que no me duela. Tampoco significa que no me vaya a quejar. Pero he aprendido a convivir con mis dolores. Le he perdido el miedo a esta palabra. Una vez escuché a una mujer que decía que pasada cierta edad, cuando una mujer despertaba sin un dolor era porque estaba muerta. Me pareció una visión pesimista y un tanto estúpida de la vida. Yo prefiero creer que aunque no es normal que nos pasemos la vida inmersos en un permanente dolor, el dolor es una señal inequívoca de que somos seres sensibles y de que estamos vivos.
Había una vez un corazón. Hubo una vez en que ese corazón me dolía. Hubo recuerdos que quemaban y otros que me helaban. Hubo recuerdos que me abrigaban y otros que reclamaban abrigo. Hubo recuerdos que se desvanecieron… Tengo un pasado que no abruma a nadie, sino a mi mismo… y eso solo pasa cuando se lo permito. Tengo una avalancha desordenada de memorias que se me viene encima y hay momentos cuando los sentimientos se mueven torpes en mi memoria. A veces lo que duele, lo que abruma, es que los recuerdos se vuelven borrosos, menos constantes y mi pasado es mi posesión más valiosa. Mi pasado es el único camino que conozco hasta el día de hoy.
Hay
un pecho grande, que es el lugar donde habita mi presente. Está vacío. Ahí se
debe plantar una semilla de corazón con la sonrisa de alguna niña que yo sé,
pero que aún no encuentro. Hay un pecho grande, pero está vacío. A veces la
ausencia del dolor es más penosa que el dolor mismo. Como contrapeso en este
presente hay una espalda grande lista para grandes cargas, lista para pequeñas
también. Lista, sobretodo, para cargas importantes. Ese es el nido del fénix.
Siempre arde, siempre está ahí, siempre me recuerda quien soy, que tan bajo caí
que tan alto me levanté.
Hay unos ojos, fuertes y de mirada sincera, endurecida, valiente y optimista. El fénix también arde ahí adentro, sin terminar de quemarse jamás, porque avanza hacia un futuro que pretende hacer suyo.
Hay unos ojos, fuertes y de mirada sincera, endurecida, valiente y optimista. El fénix también arde ahí adentro, sin terminar de quemarse jamás, porque avanza hacia un futuro que pretende hacer suyo.
EL FENIX
Cuenta la leyenda que esta ave habitó la tierra. La vieron en África. La
vieron en India. La vieron en el Medio Oriente. La vieron volando con su
plumaje amarillo, incandescente, rojo, hiriente y herido, dorado, y valiente,
naranja, fuego puro… Vivió en el paraíso y debió quedarse ahí. Fue el único
animal capaz de rechazar el fruto prohibido, por lo que recibió de premio la
inmortalidad. Su nido olía a diferentes hierbas aromáticas y especias… A
vainilla olía, a canela olía… A clavo de olor… a romero y a laurel… A sándalo,
a jazmín y a azahar… y hasta a pachulí se dice que olía…. Huele a tantas cosas
más que ya he olvidado, porque los fénix, nosotros, solo ardemos cada 500 años
dentro de nuestros nidos. Pero también estamos encendidos siempre.
Las agujas se clavan por mi espalda desnuda. De cierta forma, en algo me recuerda al‘triqui-traca’ de la máquina de coser de mi abuela….al ‘tic-tac’ del reloj que me dio mi viejo cuando cumplí doce años… y hasta me recuerda al misterioso sonido de la máquina de escribir de mi bisabuelo. Es mi vida pasada… Las memorias y el dolor se mezclan.
Las agujas se clavan por mi espalda desnuda. De cierta forma, en algo me recuerda al‘triqui-traca’ de la máquina de coser de mi abuela….al ‘tic-tac’ del reloj que me dio mi viejo cuando cumplí doce años… y hasta me recuerda al misterioso sonido de la máquina de escribir de mi bisabuelo. Es mi vida pasada… Las memorias y el dolor se mezclan.
El dolor de la aguja se traduce en una revolución de memorias e ideas.
Entran primero los golpes que di y que me dieron. Vienen las mentiras que creí
e incluso alguna que dije. Diría que fue por miedo, pero sonará a excusa…. Pero
sí, dije mentiras algunas veces.
Puedo sentir todo esto. El dolor es también los amigos que ya no están. Es los amigos que reaparecen, pero ya no son ellos mismos porque yo tampoco soy más el que una vez fui…. Recuerdo mis juegos cuando niño. Caí muy duro algunas veces y me costó levantarme. Lloré. Hubo manos extendidas. Muchas se cerraron y se volvieron puños.
Duelen nombres propios.
Duele la Almudena que enterré en la arena.
Duele Carolina que ardió en gasolina.
Duele Fabiana, nunca tanto como Suzannah.
A la primera me demoré en olvidarla una semana,
a la otra la olvidaré mañana…
Duelen sus miradas indolentes
y que se perdieran entre la gente.
Duele Mayela en la memoria y duele como un clavo en la muela.
Duele Carla… no rima… ¡pero como duele!
Estoy seguro que el amor debe doler,
pero como duele el ‘falso amor’. Ese que parece, pero no es.
Ese que aparece, pero es espejismo.
Duele. Y ahora es un dibujo sangrante en mi piel.
Duelen
los amigos que no están. Duele que no vuelvan aún los que han de volver. Duele
que no lleguen los que hasta hoy no conozco. Duele los que se presentaron como
amigos, pero no fueron. Duelen nombres comunes.
Arde y quema mi piel. Arde que no estés. Arde que no hayas llegado todavía.
Arde esperarte y arde no esperarte. Arde que lleguen otras que no son vos.
Quema el miedo. Quema la valentía que uso para vencer ese miedo. La aguja quema
la piel. Tinta y aguja pintan el plumaje del fénix y yo siento millones de
recuerdos que me abruman. Recuerdos sin nombre, sin orden cronológico,
simplemente golpeando como olas un arrecife. Son tantos y tantos que podría
desmayarme abrumado, no es el dolor en sí. Ese ya no importa. Con ese dolor
convivo. Y aunque no lo ignoro, y aunque en verdad lo siento, no lo rechazo.
Está conmigo, es parte de mí. Pero, si, son tantos recuerdos que me echaría
boca abajo a reír, a llorar, a gritar un poco hasta que el grito se vuelva un
suave eco y me quede dormido.
En parte es como si eso hubiese pasado. Me reí y lloré. Grité un poco hasta
volverlo un suave eco que solo lo escucharon algunos perros callejeros.
Por fin desperté de
ese sueño. Fue cuando sentí que mi plumaje estaba listo, que mis alas ardían,
pero tenía alas y volaba. Fue cuando sentí que todo estaba completo otra vez,
listo para levantar el vuelo. Listo para levantarme las veces que hagan falta.
Listo para seguir mi camino, listo para asumir mi rol en la pelea. Listo para
resurgir. Listo para volar, porque me volví uno con el fénix. Porque me reconocí fénix.
(1) Como diría Maelo Ruiz en esa inmortal salsa: ' Te va a doler como me está doliendo ahora que me dejas'.