Keitaro salió
del Dojo[1] escoltado por uno de los discípulos más
cercanos del maestro. Pensó que, probablemente, sería la última vez que sus
pies transitarían por aquel camino de piedra, la última vez que sus ojos
observarían los impresionantes rojos y blancos de los koi moviéndose en el pequeño
estanque. Estuvo próximo al llanto. No llegó a llorar, pero le costaba recordar
una noche más triste en mucho tiempo. Si los sapos hubiesen cantado por la
lluvia aquella noche, Keitaro hubiese sido capaz de escribir algún haiku que
reflejase el temporal, la tristeza y dolor que le provocaba el verse obligado a
abandonar el dojo.
La lluvia entona
El canto de los sapos
Dolor del alma
-
Te lo dijimos.- le dijo Chosin.- Vete ahora mismo.
Okinawa había crecido mucho en
los últimos años. Keitaro había extrañado con inesperada calma el mar celeste
de la isla, sin prisas, sin ansias, sin dolor. No obstante, sentía nostalgia por mirar a los pescadores en sus
faenas diarias. Extrañaba ver llegar a su padre, cansado, luego de la dura
jornada en el puerto, cargado de la pesca que traía en la pequeña barcaza. Ese
olor que, de niño amante del dulce, le resultaba desagradable en las manos de su
padre, justo ahora lo extrañaba, lo necesitaba. Keitaro nunca quiso ser
pescador. Pensaba, Keitaro, aún aprendiz del maestro Matsumura en una isla de
pescadores, que había mucho más que pescado en el mundo. Pensaba Keitaro, aún
joven, que vivir rodeado de agua no podía si no causar locura en la gente, así
que, aún joven, se marchó al continente.
Habían transcurrido diez años
desde la última vez que estuvo en ese mismo dojo. Ese último día todo habían
sido celebraciones. Keitaro se había convertido en un novel samurai, tras
varios días de intensas pruebas. El sensei Matsamura había asegurado que
Keitaro había sido, de hecho, probado por años antes de ese gran día. Había quedado demostrado, su valor, su fuerza
y que sabía vivir a la perfección bajo el mandato del Bushido[2] El joven Keitaro había logrado que Matsumura
se sienta orgulloso. El maestro estaba convencido de contar con la lealtad y
honor de uno de sus alumnos dilectos, aún hasta la muerte, cuando esta llegase.
Hubo celebraciones, preguntas, consejos.
-
Keitaro, cuando muera, escribirás mi historia. Lo harás
con exactitud, como te caracteriza.
-
¿Sensei, por qué me habla de muerte? Usted es un hombre
en sus mejores años.
-
Keitaro, la muerte no siempre espera a la llegada de los
peores años de un hombre. Durante mi vida he hecho muchos enemigos, y lo sabes.
Pronto estarán aquí, vendrán por mí. Yo estoy listo para enfrentarlos.
Seguramente me llevaré a la mayor parte de mis enemigos conmigo. Pero tarde o
temprano, no podré escapar a mi destino.
Esa noche no supo que hacer o
decir más que jurarle al maestro que escribiría cada una de sus historias, que
las contaría verbalmente, que dibujaría cada palabra, cada alegoría, cada
metáfora, cada leyenda con la misma precisión que Matsamura se las había
confiado en tantas conversaciones y que tanto maravillaron a Keitaro.
Keitaro se había convertido en el
último y más reciente baluarte de la confianza del maestro, confianza que
durante años se vio traicionada por discípulos predecesores de Keitaro, o por
enemigos envidiosos de la depurada técnica del perfeccionista Matsamura. El joven aprendió a guardar con celo muchos de
los secretos del maestro, pero también aprendió de develar ciertas historias
con orgullo y elocuencia, para acrecentar aún más la leyenda del dojo y del
propio sensei.
Keitaro observó la entrada
apresurada del joven Hachiro, único hijo varón del sensei. El joven no reconoció
a Keitaro y desapareció en la oscuridad. Recordó, entonces, el tiempo aquel en
que el maestro tuvo que aprender a sonreír a edad madura. El maestro había
enviudado tras un parto complicado de su mujer. Con el pequeño Hachiro en sus
brazos había vuelto a casa a mirarse en un espejo durante horas, tratando de
imaginar como podía ser sonreír para regalarle al menos ese regalo a su pequeño
hijo. La vida de su maestro no había sido nada sencilla, Keitaro volvió del
recuerdo más triste que antes, porque, posiblemente, esa era una de las historias
favoritas sobre el sensei. El bravo y valiente Matsamura había hecho un
esfuerzo tremendo por reencontrase con la ternura, por amor.
-
Keitaro, tu presencia trae vergüenza a este dojo.
- ¿Vergüenza, Chosín? ¿De qué estás hablando? Reaccionaría
con furia, pero no sé el motivo de tus acusaciones.
- Ninguno de ustedes puede acercarse al dojo. Ninguno de
los moto seito[3]. ¿No entiendo cómo se te ocurrió venir
acá? No les va a enseñar nada, nunca más. ¡No pueden entrenarse aquí!
- Sólo vine a agradecer al maestro por todo. Y a visitar
al amigo. Le traje una botella del mejor
sake que pude conseguir… Vine solo, mi espada es meramente ceremonial. No vine a entrenarme…
Keitaro recibió silencio. A Chosín se le juntaron Goro y Heizo para
asegurarse que Keitaro no iba a causar problemas.
- Debes entenderlo, Keitaro. El Sensei cambió.
‘¿Cambió? ¿Cómo cambió? Si cambió
tanto como ustedes están aquí y yo no? ¿Qué pasó aquí?‘ Decía con la mirada el joven. Keitaro sabía que
Matsamura era considerado un hombre violento, innecesariamente agresivo,
implacable, pero nunca había sido considerado un hombre injusto. Matsamaura era
muy disciplinado, y no toleraba insubordinaciones.
- Para con ustedes,
para con el Dojo, no cambié Chosín. Crecí. – Explicó con calma Keitaro
El dragón había dado paso al
tigre. La eterna lucha de contrarios, el ying y yang en su mejor expresión. Cuando
Keitaro partió para China y se despidió del maestro, este se dedicaba a enseñar
y a curar a los enfermos, era afable y se daba tiempo para bromear. Habían pasado unos años y su
mirada de combate estaba presente de forma inmutable, ni siquiera quiso el sensei mirar a su alumno. Atravesó a Keitaro con su filoso silencio, como
si se tratase de un golpe de su mismísima katana. No lo miró, no lo escuchó, no
hizo el saludo del dragón, ni estrechó la mano abierta que Keitaro desde lo
lejos venía extendiendo hacia su maestro, pero Matsamura ciertamente lo
percibió.
El dragón muere
Tiempo y vida avanzan
El tigre nace
El tigre había devorado al dragón.
La parte más física, más agresiva, más guerrera, más hambrienta, combativa y
confrontativa de Matsamura nuevamente se había despertado. Keitaro se había
nutrido de una época anterior en la que su maestro ya fue un tigre. Keitaro había
llegado a la etapa final de ese tigre y vivió el período del dragón, casi a
plenitud y aprendió con él. Hoy el tigre rugía de nuevo y el joven se hallaba
desconcertado ante la inesperada situación que se le presentaba en la que hasta
ese día consideraba su casa, su escuela, su refugio y la cueva de su manada.
Keitaro y el maestro siempre
fueron dos personas distintas que encontraron similitudes nada despreciables que
permitieron una sincera amistad. Keitaro temió por muchos años ser separado del
grupo por ser delgado como las ramas de bambú y tener las piernas largas y de
apariencia débil como las patas de las grullas. No destacaba por su fuerza,
resistencia o arrojo. Sólo tuvo su
perseverancia y su inteligencia. y el maestro siempre apreció esas cualidades en él. Llegó a ponerlo como ejemplo de superación ante los más recientes alumnos en varias ocasiones. Keitaro llegó a samurai porque sabía servir.
No se había olvidado de servir,
ni había dejado de servir en términos generales. Pero Keitaro pensó que talvez
ya no le servía más a Matsamura. ¿Podía ser así las cosas? Esa noche Satori, su esposa, trataría de
consolarlo con sabias palabras.
-
Es mejor que en tu vida esté quien quiere estar y que
no esté quien no quiere estar.
La noche duerme
el recuerdo se queda
el viento viaja
Goro y Heizo empezaron a apurar a Chosín para que despidiera
de una vez por todas al ahora indeseable Keitaro.
-
No necesito ocultarme de mi mismo, Chosín. Lo que he
decidido y he hecho me hacen quien soy.
-
Eso ya lo sé, Keitaro. Te lo dije, el sensei cambió. Mejor llévate todo lo que trajiste.
-
¿Sabes lo que dice aquí, Chosín? - Le dijo mostrándole la
empuñadura de su katana
-
忠 .- Leyó Chosín.
-
El
sensei Matsamura me la dio… Soy dueño de lo que he hecho y dicho. Responsable
por los míos. Mis palabras, las que digo y las que escribo seguirán siendo mis
huellas. Me siguen a donde voy y solo tengo las mejores palabras para él…
-
Adiós
Keitaro
-
Adiós
Chosin.
Desde lo alto del acantilado y a un centenar de metros,
Keitaro contempla el Dojo. Pronto deberá volver a China. Con su expulsión tácita
del Dojo, su vida de samurai ha terminado. Estaba maravillado de haber
asistido, en primera fila, a su propia muerte y estar sentado en la más
absoluta soledad del mundo para poder contárselo a toda la humanidad sin que
nadie pueda escucharlo. ¿Para qué llorar? Nadie, ni Satori vendrán a
consolarlo. El llanto dejó de ser mágico hace mucho tiempo.
Entierro la amistad
¡Oh, samurai!
Keitaro en el acantilado, mira al
Dojo por última vez. He sido justo y honrado, he mostrado valor, compasión y
respeto. Soy sincero. Defendí con honor mis principios, y siempre fui leal
conmigo mismo, leal a mis sueños, a quienes amo y con el dojo. No tengo nada
que reprocharme y acepto mi destino. Llevo conmigo el camino del Bushido que
defiendo por esencia y convicción. Ya no soy un samurai, pero me siento como
uno.’ Ese momento, él joven aceptó su destino y nació Keitaro, el Ronin. [4]
[1] Dojo: Hogar-escuela-centro
de entrenamiento de artes marciales o prácticas religiosas.
[2] El Código de Bushido: Es conocido como ‘El
Camino del Guerrero’ e incluye ciertas normas de comportamiento mandatarias
para un samurai.
[3] Antiguos discípulos
[4] Dícese de un ‘hombre ola’, un errante como una
ola en el mar. Un samurái podía no tener amo debido a la ruina de su maestro, a
la caída de este, o a que había perdido su favor.