sábado, 18 de agosto de 2012 0 comentarios

10. Políticamente incorrecto - Las galletitas de chocolate

Pensaba que nadie me había visto, pero ahora siento que todos me miran. Sé que hay una posibilidad grande  que todo sea impresión mía. Me observo a mi mismo y me siento como si estuviera a escasos veinte centímetros de cometer un delito; como si estuviera a pocos segundos de ser arrestado, sentenciado, proscrito, olvidado... condenado a muerte civil.

Havanna Café. Plaza Italia, Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Dos galletitas cubiertas de chocolate me seducen desde una servilleta blanca con el logo del local.  Fueron abandonadas en una mesa, antes ocupada por un cliente que pagó y se fue. Se fue y no volverá....¿Y si volviese? ¿y si volviese justo cuando me abalance sobre las galletas?... Siento que todos y nadie se han percatado que dos galletitas cubiertas de chocolate esperan impacientes saber su suerte en un plato de porcelana.


Un mozo acaba de acercarse para recoger la propina. Temí que se llevase la charola con las galletas. Estuve a punto de gritar un sonoro '¡Nooo!' que hubiese llamado la atención de medio mundo en el café. Me culpo cuando siento que tengo poca capacidad de acción porque las miradas recaen sobre mí, aunque no suceda. Es igual de difícil si se tratase de una rubiecita hermosa en la la cola de la caja, o de las dos galletas de chocolate. Siento miradas sobre mi y la inacción me domina.  ¿Por qué no soy capaz de ser yo mismo?  ¿Por qué no puedo actuar naturalmente, ser divertido y relajado, como sé que puedo ser? Me ha llegado a importar demasiado el qué dirán y dicen mucho. Hablan entre ellos, pero con los ojos en uno.

Por momentos pienso que si voy por las galletitas la gente me mirará como si en realidad fuese a robarme la propina, o como si fuesen a pensar que soy un muerto de hambre... ¿Y si fuese a hablar con una chica? Sentiría que me ven como si fuese a hablar con alguien con quien no me corresponde, como si estuviera invadiendo clases sociales, raciales, o culturales. Como si dijeran mira este 'chico común, simple mortal', hablando con esa 'semidiosa'. A veces pienso que estos pensamientos son nada más que tonterías, pero de vez en cuando, algún comentario malaleche de alguien me hace pensar que ahí están los ojos criticones, acechando mis deslices. ¿Dónde está esa sensación de cargar un George Clooney con todo y sonrisa de medio lado por dentro? ¿Dónde dejé mi capacidad para lanzar comentarios sagaces al mejor estilo de Jonny Depp? ¿Por qué hoy que un par de galletas tienen tanto sabor, el que dirán de los demás tiene tanto peso?

No es que el hambre me pueda, ni tiene que ver con la ansiedad que me produce el esperar a mi compañero  de clases por más de media hora. Se trata de las galletas. Hay algo en ellas que me llama, hay algo en comérmelas que me vuelve a la infancia. Quiero ser niño de nuevo y que no me importe que alguien se ría o critique lo que hago. Quiero hacer lo que realmente quiero hacer y que es tan simple como llevarme dos galletas a la boca y sonreír mientras las mastico. Quiero chuparme los dedos porque quedaron vestigios de chocolate derretido en las yemas.

Ahora me acuerdo de las barras de chocolate blanco que mis abuelos nos compraban a mi, a mi hermana y a mis primos. Siempre disfruté del sabor de esos chocolates, pero no como lo haría cualquier persona adulta, sino como lo hacen los niños: embarrándose. Me encantaba que el chocolate sintiese el calor de mis deditos, hasta perder su forma y tornarse una espesa crema y luego llevarme los dedos embadurnados de chocolate blanco derretido a la boca.  Había algo de inocentemente prohibido en el placer de comer el chocolate así. Bah! No era algo prohibido, era algo simplemente, no debido... No bien visto por pura convencionalidad, no estaba bien, aunque así supiese mejor. Y estoy seguro que no había mejor forma de comer ese chocolate.

Si tan solo ahora tuviera la misma libertad, no lo dudaría. Me arrojaría sobre la mesa y jugaría un rato con las dos galletas. Las mordisquearía por los bordes, sentiría los diseños que los moldes hicieron sobre su contextura y que el chocolate alisó al recubrirlas. Me sentaría en esa mesa y agarraría las galletas, como si siempre hubiesen tenido como único y último destino mi boca y probablemente luego de comerme una podría compartir la otra con la rubiecita semidiosa de la fila de la caja, que a estas alturas ya debe estar en un bondi rumbo a su casa.

Extraño mucho tener la libertad, que no sé si tuve alguna vez, de ser políticamente incorrecto. La libertad de tener amigos sin importar su color de piel, su nacionalidad, su religión, su procedencia, destino o condición económica; Extraño la libertad de relacionarme con la gente por lo bien que me hacía sentir sobre mi mismo y con ellos y no por lo abultadas que sean sus cuentas de banco o lo bien entroncados que están en la vida; Extraño la libertad de reírme de aquellas cosas que me parecen divertidas aunque no sean inteligentes. No detesto ser inteligente todo el tiempo, detesto 'tener que ser inteligente' todo el tiempo; pareciera que eso anula la posibilidad de la risa fácil y a veces eso es exactamente lo que necesitamos. Detesto que tengamos que actuar para guardar las apariencias y que tengamos que estar tan pendientes de no soltar las caretas que usamos porque un día de estos una de ellas puede caer al piso y el ruido que haga al romperse será tan ensordecedor que se romperán todas las demás.

Extraño mucho la última vez que hablé con una rubia linda y la hice sonreír antes de saber su nombre. Extraño la última vez que me comí dos galletas de chocolate que originalmente no me pertenecían. 
 
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